Este fin de semana he conocido Bolonia; algunos de sus 7 secretos, la hora del aperitivo y la marcha nocturna. He aprendido que el ron es rum, que si lo pides con limón te lo ponen solo y con una rodaja de limón y que con pera está riquísimo (cosas utilísimas en mi proceso de aprendizaje).
Me han dejado fascinada (¿o debería decir “mosqueada?) el busto del diablo al lado de la plaza de San Stefano y la historia de que es preciso caminar bajo 666 arcos para llegar a no recuerdo qué capilla.
Me voy habituando a comer a las 12 de la mañana, a la pasta casi cruda y a cenar a las 8 de la tarde. Pero creo que jamás me habituaré al arroz caldoso con los diente de ajo enteros del centro.
He conseguido asistir a otras clases de italiano, distintas de las que forman parte del propio proyecto de voluntariado. Sentía que no eran suficientes (son 2 horas a la semana, pero la profesora suele “despacharme” a la hora y cuarto, más o menos) y les pregunté a las chicas de la oficina por algún otro curso. El horario del único que se imparte en el pueblo me coincidía con el de la oficina, pero me dejan ir un par de meses, para luego recuperar las horas que perdí. La verdad es que estoy contentísima con la profesora; es una señora de 70 años que da el curso voluntariamente y con la que aprendí más cosas en 2 horas que en las 2 semanas que llevo aquí.
Sigue dándome dentera el curso de español (gracias por tus consejos, Pablo), pero me va a echar un cable mi compañera de piso, que ya domina el italiano. Así que estoy un poco más tranquila.
Ha merecido la pena
Hace 15 años