Creo que no hay cosa en el mundo que odie más que correr. Y, si encima corro, sudo y me canso sin conseguir llegar a la meta, la sangre me hierve en las venas. Y eso ha sido lo que he hecho todo este fin de semana.
La idea era bajar el viernes en tren hasta Lecce, aceptando la invitación de una amiga italiana de Jose que nos ha ofrecido su casa, después de que nos cancelaran el viaje organizado al lago de Como (que esperábamos con la misma ilusión que un niño espera el día de Reyes). Pero al llegar a la estación el panorama era el siguiente: un tren parado, la gente asomando medio cuerpo por las ventanas con cara de desesperación, un trabajador de trenitalia soportando quejas y la noticia de que nuestro tren lleva 3 horas de retraso. Como mi sangre ya hervía y no es necesario hacer muchos esfuerzos para contagiarme la mala hostia, acabamos quedándonos en Bolonia. La mañana del sábado la hemos pasado en las ventanillas de la estación, pidiendo el reembolso de los 35 euros que nos costó el billete. Por la tarde decidimos venir hasta el pueblo, a vivir aquí la fiesta de la liberación y... hemos perdido el último autobús. Como las opciones pasaban por volver a Bolonia o hacer autostop, escogimos la segunda y vinimos con un pintor de un pueblo cercano, que se había mudado por amor, se le había muerto el amor nada más llegar al pueblo, conocía España por el camino de Santiago, tenía como hobby practicar boxeo y le acababan de poner un ojo morado hacía sólo 2 semanas.
Tuve ocasión de ver el pueblo con algo de vida y de saborear los vinos italianos. Y de constatar que cada vez que me quedo un fin de semana aquí, el lunes estoy que muerdo.
Ha merecido la pena
Hace 15 años